jueves, mayo 9, 2024

Historia de una rutina

Por Alex Sala*

Suena el despertador, lo apagamos (o aplazamos la alarma para dentro de unos minutitos). Arriba, comienza un nuevo día: desayuno, ducha o aseo y lavarse los dientes. No tiene porque ser en este orden, pero nueve de cada diez odontólogos y el sentido común recomiendan lavarse los dientes al final de esta serie de actos diarios. Bajamos a la calle y caminamos por una acera.

Estamos tan acostumbrados a nuestras rutinas que nunca nos hemos preguntado si son muy recientes o se remontan al origen de los tiempos. Levantarnos de la cama desde luego que sí se remonta al origen de la humanidad, y puede que incluso más atrás. La cama más antigua del mundo tiene 200.000 años y se encuentra en Sudáfrica. Es un sencillo lecho de hojarasca en una cueva, en el que se ha descubierto que nuestros ancestrales tatarabuelos ya usaban repelente de mosquitos.  La tabla sostenida por patas ya era utilizada por los egipcios para dormir y recostarse, y los romanos la emplearon además en sus pantagruélicos banquetes. El mueble en sí no ha sufrido grandes variaciones desde entonces, si bien podemos encontrar algunas extravagancias, como la cama isabelina de Ware, citada en varias obras literarias, entre ellas una del mismísimo William Shakespeare, y que debe su fama a su capacidad para alojar a varias parejas. 

Una vez en pie hay que evacuar los líquidos acumulados durante el reparador sueño. Vamos a ponernos prosaicos para hablar del retrete. En 1775, Alexander Cummings patentó el inodoro, un aparato que incluía una pieza clave: el sifón. Un tubo en forma de S que impide que los desechos y sus olores regresen a la taza una vez evacuados mediante una descarga de agua.

¿Y el bidé? Un sanitario que no deja indiferente, o se ama o se desprecia. Al principio tenía fama de ser “un artilugio de meretriz”, ya que aparecieron como método anticonceptivo o para evitar enfermedades venéreas (de dudosa eficacia). Actualmente es un elemento de higiene íntima en franca regresión, para desdesdicha de unos y alegría de otros.

También es bastante reciente el hecho de desplazarse por una calle limpia, bien pavimentada e iluminada. Hasta bien entrado el siglo XVIII, los paseantes de cualquier localidad europea debían estar atentos al “¡Agua va!”, que significaba que alguien desde una ventaba descargaba su orinal –cuyo contenido no era precisamente agua– en la calle. Vehículos y peatones circulaban sin separación por unas vías llenas de agujeros, lodo y suciedad.

En las postrimerías del reinado de Luis XIV, París se convirtió en la primera ciudad que contaba con un alumbrado público que funcionaba toda la noche y hacía sus calles más seguras: “El número de asesinos, de envenenadores, de mujeres públicas y de blasfemadores disminuye, y las calles están menos sucias”, se felicitaba un parisino de la época.

En el siglo XVIII, Londres sufría todos esos problemas de suciedad, atascos y accidentes multiplicados exponencialmente debido a que era era la metrópolis más poblada del planeta. Hasta que en 1762, emprendió una ambiciosa reforma para crear un espacio reservado a los viandantes, era el renacimiento de la acera. Por la misma época, Carlos III, mandaba empedrar, iluminar y dotar de alcantarillado las principales calles de Madrid, una política que le ha valido ser recordado como el mejor alcalde de la capital. 

Muchas veces cuesta imaginarnos cómo era nuestra vida antes de internet, Google o los teléfonos inteligentes, pero casi todos renunciaríamos gustosamente a ellos antes que a una cama, un retrete o una acera por la que pasear.  

*Redactor de Historia de National Geografic

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